EL POLVO CALLEJERO

Había anochecido. Pero no recuerdo la hora. Alrededor de las dos de la madrugada, tal vez. Yo me encontraba en mi casa. Después de haber estado realizando diversas tareas, quería relajarme un poco. Para distraerme, me aproximé a la ventana del salón, aparté ligeramente la cortina y me puse a mirar la calle.

Justo enfrente de mi edificio vi una pareja bastante joven que iba caminando por la acera. Ningún otro transeúnte aparte de la pareja de marras paseaba por la calle en ese momento. No les presté mucha atención, la verdad. Era una circunstancia que entraba dentro de lo normal a esas horas de la madrugada.

Cuando decidí darme la vuelta y alejarme de la ventana, de sopetón y sin que ningún indicio permitiera prever lo que estaba a punto de ocurrir, los dos jóvenes al unísono se acercaron a todo correr hasta un recoveco de la acera protegido por una pared. Al socaire de esta pared, él sin previo aviso, como os lo cuento, se tumbó sobre la acera boca arriba y se bajó los pantalones sin pudor. Ella, por su parte, se sentó ágilmente a horcajadas, como un experto jinete, sobre su compañero, se apartó las bragas... y comenzó el folleteo.

En medio de la calle. Centrados por entero en la jodienda que no tiene enmienda y ajenos a todo lo que pudiera ocurrir en su entorno. Por la rapidez y desenvoltura con la que había procedido aquella pareja, enseguida deduje que, probablemente, no era la primera vez que realizaban el acto sexual en un lugar público. Seguro que también habrían follado en jardines del ayuntamiento, ascensores o incluso en algún museo.


Jodían despreocupada, alegremente. Y así estuvieron un buen rato. La posibilidad de que pudiera aparecer alguien por la calle, que pasara por allí una patrulla de policía o que un vecino les grabara con el móvil desde una terraza no sólo no parecía preocuparles sino que les excitaba aún más. Yo no salía de mi estupefacción. No esperaba que algo así pudiera suceder.

Sin embargo, he de admitir que contemplé la escena todo el tiempo que duró sin apartar la mirada un solo instante. Casi me atrevería a decir: sin parpadear, experimentando esa clase de deleite reservado únicamente a los mirones.

Los sujetos de la coyunda consumada en plena rúa nunca advirtieron la presencia de un observador; creyeron ingenuamente que no habían compartido su placer con nadie más. 

En ningún momento imaginaron que aparte de darse placer mutuamente habían proporcionado placer a un voyeur vocacional ubicado no lejos de allí y discretamente oculto tras una cortina.

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