LABERINTO

Sin pareja no permitían la entrada en "Labyrinth". Por este motivo busqué con afán una acompañante. Mi amiga Raquel se prestó a venir conmigo.

El club se hallaba envuelto en penumbra, salvo en ciertos puntos donde había instaladas lámparas que despedían una luz tenue. La decoración consistía grosso modo en paredes acolchadas, espejos, cortinas opacas, "glory holes", algunos suelos transparentes (para poder ver a las parejas del piso de abajo), ojos de buey, celosías...

Un intrincado dédalo constituido por dark rooms, salas con televisiones que proyectaban todo el tiempo películas porno, apartados semiprivados, mazmorras de sado-maso, escaleras, minipistas de baile y rincones discretos interconectados a través de pasillos oscuros configuraban el entramado de las instalaciones. Desde luego, una escenografía propicia para el tipo de actividades que se llevaban a cabo allí dentro. 


Mi acompañante y yo pedimos una copa en una barra situada cerca de la entrada. Después, comenzamos nuestra visita por las distintas salas y ambientes que ofrecía el club liberal "Labyrinth". Primero, nos asomamos a un cuarto oscuro, donde sombras anónimas en un espacio bastante reducido se abrazaban, se besaban y practicaban desinhibidamente coitos y felaciones. A continuación, dirigimos nuestros pasos a la zona del jacuzzi. Dentro del agua burbujeante descubrimos una pareja muy acaramelada: él, entrado en años y ella, una joven beldad latina de piel achocolatada, ambos en cueros.

Nuestro siguiente movimiento consistió en  acercarnos a una especie de jaima árabe bajo cuyo lienzo había un hombre y una mujer desnudos fornicando. No estaban solos; a su alrededor varios clientes del local, vestidos sólo con una toalla blanca, observaban. Incluso se atrevían a tocar la piel de los amantes con sus manos, como si quisieran participar en el acto sexual.


Raquel no salía de su asombro y de vez en cuando, me susurraba al oído comentarios, esbozando una sonrisilla.

Seguimos avanzando. En el recinto llamado "la prisión", ubicado en el cruce entre varios pasillos angostos, doce o quince parejas hacinadas tras unos barrotes se deleitaban follando sin pudor, ante miradas curiosas. Una joven en cuclillas chupaba con fruición el nabo de su partener.



Sobre uno de los asientos amplios y confortables tipo colchoneta que abundaban en el local, una mujer de melena rubia cabalgaba con soltura sobre un hombre tumbado que a su vez le acariciaba las tetas. Otra fémina, la comía a besos y la toqueteaba de un modo que me pareció un tanto teatral. Como sucedía en otras partes del club, también aquí había espectadores, algunos de los cuales contemplaban embelesados la escena. Uno de los voyeurs de este grupo no pudo contener la excitación que le producía aquel trío en acción. Así que, inopinadamente, se bajó la cremallera y comenzó a masturbarse. 



A poca distancia de donde nos encontrábamos había un principio de escalera, que espoleó nuestra curiosidad. Sin pensarlo, nos acercamos hasta allí. Tras descender con cuidado por dichas escaleras, llegamos a un sótano muy amplio. Enseguida nos sorprendió la arquitectura del lugar. El techo estaba abovedado y sus paredes poseían hornacinas con estatuas de mármol. Un aroma a sándalo perfumaba el aire. Al fondo vislumbramos algo parecido a un altar, sobre el que había un ramo de orquídeas y, junto a las flores, un atril con un libro de gran tamaño, bien encuadernado. Me acerqué un poco más para poder apreciar detalles del libro. Se titulaba en letras doradas: "El arte de amar", del escritor Ovidio, al que consideraban un profeta. 

Situada en un punto prominente destacaba por su belleza una escultura que sin duda era la imagen de una deidad. Además de la arquitectura, los ornamentos y el libro sagrado, nos sorprendió la sensación que experimentamos en el interior de aquella especie de capilla subterránea. Tanto Raquel como yo sentíamos una emanación de energía vivificante y seductora que envolvía todo nuestro ser y parecía provenir precisamente de la estatua del dios.


Bajo la mirada serena de la divinidad, una masa formada por numerosos cuerpos y cabezas entrelazadas se movía jadeante. Torsos velludos, piernas y entrepiernas, culos en pompa (a la espera de una embestida sin nombre propio), vergas erectas o en proceso de erección, brazos musculados, lenguas hundidas en vulvas, pezones bien lamidos (erizados), cabellos desparramados, caderas virando, miembros viriles ensartados en coños, labios besucones, bocas realizando mamadas... Toda esta amalgama abigarrada de troncos, cabezas y extremidades se movía con ritmo cadencioso, pausadamente, como un único organismo animado por el pálpito de la pasión. Aquel gentío entregado al sexo en medio de la penumbra rendía culto al gran dios del erotismo, celebrando una orgía ritual.



Cuando abandonamos aquel sitio, al subir las escaleras, un tanto aturdidos por la impactante orgía, giré la cabeza y descubrí un detalle del que no me había percatado al entrar. Era un letrero situado sobre el dintel triangular de la puerta de aquel sótano en el que se podía leer: "SANTUARIO DEL DIOS EROS".


Tal serie de escenas lujuriosas, expresión viva de otra forma de entender la sexualidad y, probablemente, vestigio de ceremonias ancestrales que ya sólo pervivían ocultas en un sótano recóndito de la ciudad, iba acompañada de hilo musical de fondo, audible en todas las salas del local. Sin embargo, eran otros sonidos, de muy distinta procedencia, los que atrajeron mi atención desde el primer momento. Me refiero al conjunto de jadeos y alaridos de placer que llenaban la atmósfera de "Labyrinth". Esta voluptuosa melodía coral, fruto de múltiples relaciones sexuales llevadas a cabo de forma simultánea, demostró el poder necesario para encender mi líbido, de por sí habitualmente bastante encendida.


Finalmente, mi amiga Raquel y yo decidimos regresar al punto de partida: el bar de la entrada. Conseguimos llegar hasta él, no sin escollos, derivados de la oscuridad general y la confusa red de pasillos del club. Pedimos al camarero una segunda copa para cambiar impresiones mientras nos relajábamos tomando algo. Luego me fui al servicio. Y cuando volví, Raquel me dijo que durante mi ausencia una pareja se le había acercado. El hombre, al parecer socio habitual del club, le había propuesto con exquisita educación un intercambio. Por timidez, Raquel le había rechazado. Esta negativa resultaba comprensible, ya que era la primera vez que mi amiga iba a un club de estas características y todavía estaba intentando digerir la experiencia. 


No obstante, Raquel añadió que era un hombre caballeroso a la par que atrayente y con sex appeal. La expresión de su rostro, mientras hablaba de aquel hombre, reflejaba sus verdaderos deseos. Estoy convencido de que, en el fondo, estimulada por todo lo que había visto en "Labyrinth", a mi amiga Raquel le habría apetecido tener una experiencia como la que aquel desconocido le había sugerido cortésmente.

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