EL TEMPLO DEL DOLOR

Casia Irafusta, una dominatriz con mucha experiencia, me explicó que el sado-maso era como un juego. El juego consistía ni más ni menos que en recordar o inventar una situación en la que yo hubiese hecho algo mal deliberada o inconscientemente. Se refería a errores, incumplimientos o descuidos de cualquier tipo.

-Casia, he llegado tarde al trabajo varios días.
-Por ese motivo -me respondió Irafusta con voz severa-, te voy a castigar.

La dómina daba estas explicaciones mientras me enseñaba la cámara de masoquismo que había dentro del domicilio privado donde trabajaban ella y sus compañeras en la calle Alberto Alcocer de Madrid.

Este piso se dividía en varias habitaciones, destinadas al ejercicio de la prostitución, una sala de estar, cocina y un salón grande reservado exclusivamente para las prácticas de sado-maso. En los "flyers" publicitarios que me condujeron hasta ese lugar se podía leer:

TU TEMPLO DEL DOLOR
La mejor casa de Sado
6 sumisas
5 amas
1 gabinete totalmente equipado
Metro Cuzco


La publicidad no era engañosa. En efecto, la sala estaba perfectamente equipada. De las paredes colgaban porras, bozales, látigos, raquetas compactas forradas de goma, arneses, navajas, cadenas de varios tamaños, grilletes, sogas, cuchillos bien afilados, estiletes, argollas, pinzas, agujas largas, tenazas, jeringuillas... También había un potro ubicado en medio de la sala.


Aquel instrumental intimidante, casi en su totalidad de color negro, otorgaba a la cámara un aura siniestra. La verdad es que me asusté un poco. Cuando me recuperé de esa sensación de temor, vino a mi mente una pregunta: ¿Cómo podía el dolor causar placer? Para mí, era bastante difícil comprender esto.


Casia siguió hablando: "Tanto si el cliente lo desea como si no, utilizo amenazas (que te ostio, ¿eh?, no te quejes, como te cabrees te inflo a leches...), órdenes e imperativos (¡a cuatro patas!, ¡vamos!, rápido, cállate y bésame los pies...) e insultos (perro bellaco, rata de cloaca, so cabrón...). Estaba claro que en aquel piso no sólo se causaba dolor físico, sino también moral mediante humillaciones e improperios. A lo que parece, todo este dolor psicológico era transformado por los sumisos en placer.



En otro momento de la visita, pedí a Casia información sobre las tarifas. La sesión de sado-maso superaba en precio al polvo convencional. A pesar de este inconveniente, Irafusta me confesó que había clientes muy masocas que acudían fielmente cada semana para recibir su castigo. Después añadió que la cámara de sado-maso atraía a más clientes que los servicios normales, siendo una fuente muy importante de ingresos, con o sin crisis económica.


Casia también ofrecía sesiones de masoquismo a domicilio (una especie de "Tele-maso"). Naturalmente, este servicio suponía un aumento en la tarifa estándar. En ocasiones, se desplazaba con el instrumental transportado dentro de una maleta de viaje con ruedecillas. Otras veces, el cliente ya disponía de las herramientas de trabajo en su vivienda. En este caso, la dómina únicamente llevaba su ropa profesional de cueros. 

Casia recordó una anécdota que le sucedió con un cuarentón, a quien dio latigazos en toda la polla empalmada hasta que el hombre se corrió. "Fue espectacular -según las palabras de la veterana dómina- ver aquel rabo duro como el pedernal y enrojecido a consecuencia de los cintarazos, un pollón cubierto por señales de látigo, casi a punto de formarse herida y el tío masoca vociferando: ¡Más fuerte, por favor, Casia, más fuerte!.


Todo terminó con una eyaculación, en el punto culminante de la excitación; descargas de semen, jadeos, espasmos de placer muy intenso. Irafusta concluyó con cierta frialdad: "El cliente, plenamente satisfecho, premió mi profesionalidad con un plus económico."



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