POR DETRÁS ME GUSTA MÁS

Conocí al Sargento hace años en una discoteca de Madrid. Era, lo que se dice un "tío marchoso". Le gustaba el alcohol, divertirse, salir por la noche y, por supuesto, las mujeres. Y de las mujeres, una zona concreta: su retaguardia. Esa parte de la anatomía femenina era continuamente atacada por este militar en activo con el grado de sargento del Ejército.

Una vez me lo encontré en la discoteca donde coincidíamos casi todos los domingos. Me comentó: "Hoy vengo tranquilo". "¿Por que?", le pregunté. "Porque ya me he corrido en el culo de mi mujer". Así era el Sargento. En el mismo día, primero se lo hacía con su esposa, y, luego, se iba a la discoteca, el muy golfo, por si caía alguna breva más.

Me contaba que en el cuartel donde estaba destinado disponía de un cuarto pequeño con un camastro y allí se llevaba a sus amantes, sin que sus superiores lo advirtieran. Para un sodomizador como él, disponer de un picadero, aunque fuera dentro de un recinto castrense, era indispensable. No hace falta decir que su esposa no estaba informada de la existencia de este cubículo ni del uso que su marido le daba, al margen de las funciones estrictamente militares.

En otra ocasión estando en la disco pasó por delante de nosotros una mujer bailando en la pista y el Sargento me dijo con tono orgulloso: "¿Ves ese culo?", "Sí", le contesté. "Me lo he taladrado yo", añadió entre risotadas.

Aún me acuerdo del día en que me relató el rocambolesco amorío que mantuvo con una que tenía la pierna escayolada. Iba a buscarla hasta su casa, donde vivía con su marido. Según el Sargento, al marido no le importaba que fuera a buscarla. Después salía con la mujer por la puerta, con cuidado, ayudándola para que no tropezara; y la llevaba hasta su coche. Allí, colocaba la muleta en un rincón, ella se daba la vuelta, y, después de bajarle las bragas, empezaba a darle por culo con gozo inenarrable. Mientras contaba esta historia, gesticulaba con los brazos para darle más expresividad a sus palabras y se reía con actitud autocomplacida.

La esposa del follador de culos estaba muy al tanto de las aventuras de su desleal marido. En una ocasión perdió los estribos, trastornada por tantas infidelidades e intentó clavarle unas tijeras por la espalda. El Sargento se giró rápidamente, intuyendo los movimientos del ataque y detuvo in extremis el brazo agresor atenazándolo con la mano. El Sargento contaba esta historia como si de un episodio intrascendente se tratara, sin expresar el menor atisbo de miedo, aunque su vida hubiera corrido peligro.

La mujer del Sargento en aquella ocasión amenazó con abandonarle. Finalmente, unos años después, cumplió sus amenazas, harta ya de innumerables devaneos extramatrimoniales. Varias veces me confesó el Sargento que también estaba cansado de su mujer, con la que había tenido seis hijos y anhelaba una compañera mas condescendiente, en palabras suyas: una esposa "obediente y sumisa".

Este fanático del coito anal no utilizaba crema o gel "ad hoc" en los preparativos antes del enculamiento. Ni siquiera mantequilla, al estilo de Marlon Brando, en el "Ultimo Tango en París". Él prefería una solución mas casera: el escupitajo. El tío untaba bien el ojete y zonas aledañas con saliva y punto.

Muchas juergas se corrió el muy rufián. Era un parrandero de armas tomar, crápula entre los crápulas y tarambana de primera. Así pues, no era extraño que el Sargento más de un fin de semana hiciera la Ruta del Bacalao, en dirección a Valencia, en la pecaminosa compañía de algunos de sus amigotes. En esa ruta, iban parando en cada bar o discoteca para pimplarse lingotazos, esnifar algo de "nieve" o meterse drogas de diseño vanguardista. Así era el Sargento. Aparte de taladrar culos, le daba a diversas sustancias estupefacientes en forma líquida, en polvo, en pastillas o como fuera.

También me contó la pelotera que tuvo con su esposa, antes del divorcio, cuando la mujer encontró sin querer unas cartas enviadas desde la República Dominicana y firmadas por varias mujeres de este país. A las remitentes las había conocido el militar en la República Dominicana durante un viaje de turismo sexual. Y le escribían proponiéndole matrimonio. Tras leer las cartas, la esposa del Sargento montó en cólera. Pero él describía esta situación sin darle la menor trascendencia, como si fuera un riña anecdótica.

En la República Dominicana hizo todo lo que se le antojó en el terreno festivo-genital. Nada más salir del hotel -contaba- se le ofrecían mujeres. Contrató a un guía sexual para que le llevara a las discotecas donde se concentraban las mejores pibas. El guía elegía a las chicas y se las presentaba al Sargento. A la salida de la discoteca, el muy sátiro se las follaba, detrás de los arbustos, mientras el guía montaba guardia a unos metros de distancia.

Otro día conoció a una mulata muy joven. La chica le invitó a su humilde casa. Una vez dentro de la vivienda, la mujer le presentó a su padre y a otros familiares. Luego, la chica y el Sargento entraron en un dormitorio, donde se pusieron a follar. Tras el revolcón, la chica recibió a cambio la suma pactada. Al salir de la casa, el Sargento se despidió del progenitor chocando las manos. A ella le dio un beso de despedida. Esta joven mulata fue una de las que le enviaron una carta a España pidiéndole matrimonio

De regreso a Madrid, el Sargento recordaba su experiencia en Santo Domingo y -según me confesó- estuvo a punto de deprimirse, porque en el país que había visitado todo era mejor y más fácil para un crápula.

Ligotear en las discotecas de Madrid era fatigoso en extremo. Algunas mujeres se hacían de rogar. Otras buscaban novio, pero no un rollo. Las había que ponían como condición para entregar sus cuerpos pasar primero por la vicaría. En fin, un calvario sembrado de pedruscos y alambradas. A todo lo anterior, además, debemos añadir el inconveniente de que el Sargento, tras años de correrías por el submundo discotequero, empezaba a ser conocido, y no precisamente por su virtudes.

Una mujer, ya madurita, a la que se acercó en una disco le dijo: "Se nota mucho a lo que vas". A pesar de ello, el Sargento, antes de que esta mujer llegase a dicha conclusión, se la había beneficiado durante varios meses y como era empresaria de una franquicia importante (una mujer con mucha pasta) el granuja le sacó regalos e invitaciones, aunque no pudo engatusarla para que le regalara un coche último modelo.

Otra de las aventuras que le gustaba relatar era el viaje a Grecia. Pero no me habló del ágora de Atenas ni de las esculturas de Fidias. El Sargento se centró en los acontecimientos que se desarrollaron en el hotel donde se alojaba con una acompañante. Hubo mucho sexo. En especial, la modalidad denominada "griego", como el lector habrá imaginado. Cuando se acercaba el final de las vacaciones, la mujer -no sé como- se enteró de que el Sargento era un hombre casado. Se enfureció y le amenazó con telefonear a su esposa para descubrirle. Entonces él la arrastró a empujones hasta la terraza de la habitación y empezó a auparle contra la balaustrada, como si fuera a lanzarla al vacío. Todo esto lo contaba como si nada, entre alegres risotadas, el muy macarra.

La única vez que le oí hablar de cine fue para comentar lo cachondo que le ponía un cartel de una película recién estrenada donde aparecía el dibujo de un culazo femenino en pompa ocupando con todo el cartel anunciador.

En las conversaciones que tenía con él, me decía el Sargento que follaba por delante para cumplir con el expediente. Le agradaba pero nada más. Lo que de verdad le gustaba era entrar triunfalmente por la puerta trasera.

Una  de las últimas veces que le vi fue en un tugurio discotequil, a las tres o cuatro de la madrugada. Me contó que, finalmente, su esposa le había exigido el divorcio. Ella se fue a vivir a otra ciudad, Bilbao, me parece, con una hermana. El Sargento, por su parte, se casó de nuevo con una uruguaya -según él- muy sumisa. En ese momento de la noche el ambiente de la discoteca llegó a su apogeo. Los amigos con los que estaba le hicieron una señal. Habían decidido acercarse a un grupo de chicas bastante atractivas. El sargento se puso a hablar con una de ellas. Entonces me despedí de él para no entorpecer la operación. Esa chica ignoraba el riesgo que corría su culo. Tenía en frente al follador de traseros más implacable de la city. 

Por las noticias que me llegan a través de un amigo común, el Sargento sigue siendo una máquina de penetrar culos. Su número de éxitos es abrumador. Hablamos de cientos de penetraciones. 

Por cada culo atravesado, este militar hacía una muesca en una barra metálica del camastro del cuartel. La jodienda por detrás le fascinaba. Le encantaba follar rectos femeninos y correrse dentro de ellos. El lema inspirador de su vida: "Por detrás me gusta más".

Con o sin condón, al natural, utilizando o no el socorrido salivazo, con cremas o sin ellas, como fuese, la cuestión era taladrar ojetes.

El Sargento disfrutaba como ningún hombre clavando la bayoneta por detrás. No importaba el lugar: en el trabajo, en casa, en las salas de fiesta, en vehículos, en parques... Su capacidad de acometida era extraordinaria.

Sinceramente, dudo que haya existido otro perforaculos con tanta dedicación y entrega a su afición, que casi se había convertido en manía.

Comentarios

Entradas populares de este blog

EL TEMPLO DEL DOLOR

EL SEDUCTOR SEDUCIDO