CE-HOTELES

A veces peco de ingenuidad. Me dejé malaconsejar por un conocido del barrio donde vivo. Ya ves tú: las tonterías que hace uno.

Le pedí que me recomendara un hotel tranquilo fuera de la ciudad donde yo pudiera descansar un fin de semana alejado del bullicio y el frenesí de Bilbao. La verdad: estaba harto de prisas, atascos de vehículos, humos y contaminación (que ha disminuido, pero sigue siendo un problema en esta ciudad), sin olvidar la presión mediática a base de noticias sobre politiqueo, los últimos asesinatos y sucesos cargados de negatividad o directamente catastróficos.

Este conocido enseguida me recomendó un hotel de la cadena CE situado a las afueras de la urbe bilbaína, en medio de un paraje espléndido y muy cerca de un bosque. El entorno natural era bastante bueno. En ese aspecto no puedo expresar queja alguna. Pero había otros inconvenientes para un urbanita como yo, necesitado de una cura de relajación urgente.

Llegué al hotel el viernes por la tarde, unas horas después de salir de mi trabajo. El cuerpo me pedía no sólo olvidarme del stress de la ciudad sino también de las tensiones producidas por el curro a destajo en la oficina.

Tras abrir el equipaje, me acosté un poco en la cama de la habitación del hotel. Estaba tumbado a la bartola sin obligaciones, sin jefes bordes, por fin aposentado en mi remanso de paz. De repente, empezaron a  oírse unos extraños ruiditos mezclados con voces que provenían de la habitación de al lado. En los primeros momentos, no identifiqué el origen de los ruidos. Después, comprendí perfectamente cuál era la causa de aquellos sonidos, pues fueron aumentando en volumen y cantidad.

No había duda: unos huéspedes estaban follando, justo en la habitación contigua. Y se oía TODO. Las paredes debían de ser de juguete. Los choques de piel contra piel a ritmo de máquina con motor: plas, plas, plas... Los jadeos, las palabras obscenas también llegaban hasta mis oídos. No se porqué, quizá por morbo, mi imaginación empezó a volar intentando precisar la postura en la que estaban echando el kiki. 

Seguro que era la posición del perrito y los muslos del metedor se estrellaban repetidamente contra el trasero en pompa de la individua. En otra postura hubiera sido difícil producir tanto ruido. Seguí con mi análisis. Desde luego, eran jóvenes. El vigor de las embestidas así lo demostraba. Otra prueba inconfundible de juventud eran las voces. Y otra más: lo mucho que duró la jodienda. Debían de proceder de algún país sudamericano, a juzgar por su acento.

Él se corrió varias veces, jadeando y dando gritos raros y entrecortados. Jodieron como campeones olímpicos del sexo, durante horas, dejando -eso sí- intermedios de descanso en los que se reían y se ponían a charlar acerca de patochadas y frivolidades. De ese modo, recuperaban fuerzas, antes de  volver a la carga y comenzar de nuevo la alegre coyunda.

Al caer la noche, los ruidos desaparecieron. Los sexoadictos habían abandonado la habitación donde se alojaban. Menos mal. Todo volvió a la calma. Y yo me fui a dormir. Sin embargo, a eso de las cinco de la mañana me despertaron unas voces: un hombre y una mujer hablaban entre sí. A continuación, jadeos de mujer, a veces en voz alta, otras veces, más discretos. 

Curiosamente, a él no le oía. Al parecer se trataba de un follador silencioso. O, quizás, era mudo el tío. Vete tú a saber. Los sonidos procedían de una habitación situada en el piso de abajo. Eran los sonidos característicos que acompañan al acto sexual. Esta pareja afortunadamente para mí, dedicó mucho menos tiempo al asuntillo que la pareja anterior. Después de fornicar entablaron una conversación por breve tiempo. Fue un caliqueño de veinte minutos aproximadamente. Sin estar del todo seguro, podría afirmar que los dos eran rumanos. 

Se hizo el silencio en el hotel. Yo dejé de prestar atención y regresé a la cama. Dormí de un tirón hasta las diez de la mañana, no sin antes rogar a los dioses para que nadie me interrumpiera el sueño.
Durante el sábado tampoco encontré el sosiego que tanto anhelaba. De algunas habitaciones salían los sonidos típicos indicadores del ñaca-ñaca, seguidos de un bendito período de paz, pero sólo era una tregua pasajera. Pronto nuevos huéspedes abrían con llave la puerta de su habitación, se instalaban en ella y empezaba otra vez la fiesta del sexo.

El domingo se repitió el mismo esquema. ¡Recórcholis, dentro de aquel hotel era imposible hallar la paz!, salvo en los intervalos de descanso entre polvo y polvo. Empecé a preguntarme por qué se llamaría "CE" este hotel. A duras penas podía leer algunos libros que llevaba en la maleta. Tampoco me fue posible concentrarme en la música de una radio que llevaba, por culpa de los consabidos ruiditos.

De vez en cuando salía del hotel a dar un paseo por la zona de los árboles. Eso estuvo bien y pude encontrar cierta dosis de quietud. No obstante, el frío me obligaba a regresar pronto al hotel.

Por desconocimiento, porque no me entendió o, quizás, porque su intención era gastarme una broma, aquel vecino mío del barrio me había recomendado nada menos que un love hotel. A quién se le ocurre... Las parejas de amantes (también tríos o incluso cuadrillas, que de todo hubo) alquilaban las habitaciones por horas, se desfogaban y luego se iban. La misma habitación era alquilada por diversos huéspedes libidinosos a lo largo del día, a veces en una sucesión frenética.

Los camareros del hotel llevaban a los huéspedes que lo solicitaban botellas de champán u otras bebidas acompañadas de viandas con poderes afrodisíacos, que eran transportadas hasta la habitación por camareros recorriendo los pasillos. ¡Cómo va uno a descansar en un love hotel con todo ese trajín!

Varios días después de mi regreso a Bilbao, ya incorporado al trabajo y con el recuerdo aún reciente del intento fallido de reposo durante el finde, me enteré de que las siglas CE de la cadena "CE-HOTELES" no significan Comunidad Europea o Con Estilo, como yo había pensado cándida y erróneamente, sino algo más acorde con la función de esta cadena hotelera: Cópulas Entusiastas.

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